Martes, 22 Diciembre 2015 08:00

Una maternidad transformadora (primera parte)

Tengo la convicción de que siempre he querido ser madre. Creo que ha sido un deseo que ha estado en mi interior desde que era niña. Kike y yo nos elegimos cuando sólo teníamos 14 años para pasar nuestra vida juntos. Desde el primer día sabíamos que queríamos estar siempre unidos y formar una familia.

Con los años, fuimos madurando, obviamente. Nuestra relación pasó, pasa y pasará por baches que la hacen cada día más fuerte. Cuando nuestro noviazgo adquirió la solidez suficiente, supimos que queríamos ser padres jóvenes, antes de los 30. Se nos escapó una oportunidad cuando yo tenía 24 años. Fue muy duro despedir a nuestro bebé estrella. Con el tiempo me he dado cuenta de que ese no era nuestro momento. Esa estrella debió darse cuenta. Posiblemente percibió que necesitábamos más tiempo de preparación para ser padres y nos dio la oportunidad de aprender lecciones muy valiosas de aquella experiencia.

En septiembre de 2013 nació Daibel. Yo ya tenía 28 años. Seguíamos dentro de nuestro objetivo de ser padres antes de los 30. Aquí ya había mucha más consciencia, mucho aprendizaje, muchas vivencias que nos habían preparado para lo inesperado que nos tocaría vivir. Una de las razones por la que queríamos ser padres jóvenes, pero no la única, era tener menos posibilidades de vivir un embarazo de riesgo o que nuestro hijo tuviera algún tipo de alteración. No era una de las razones más importantes, pero ahí estaba para darnos un ‘zas, en toda la boca’.

El embarazo fue bien, vivido de forma muy consciente y feliz. En la semana 34 nos comunicaron que parecía pequeño. En la 36 decidieron inducir el parto porque no crecía bien. Esas dos semanas fueron complicadas. Vivía momentos de mucha angustia e incertidumbre, pero también trataba de tener momentos de serenidad y conversar con mi hijo desde el útero, mostrándole que confiaba en su fortaleza.

No voy a escribir sobre mi parto. No me siento preparada. Espero poder hacerlo algún día. Pasaré directamente al momento de su nacimiento. Daibel nació con un kilo y medio de peso, dificultades respiratorias y se le vieron un par de malformaciones. Su comprometido estado de salud hizo que nos separan tras el parto.

Sorprendentemente, a pesar de que lo que estaba viviendo era lo más duro que me había pasado, yo estaba serena; preocupada, pero serena. Había vivido con mucha angustia los momentos previos al nacimiento de Daibel, pero algo en mi interior me ayudaba a estar tranquila, algo me decía que él me necesitaba así. Una madre nerviosa no le aportaría nada bueno. Estoy convencida de que todas las cosas que me pasaron en el septenio anterior a su nacimiento me estaban preparando justo para ese momento. En los años previos, ciertos problemas de ansiedad me llevaron a realizar terapias de autoconocimiento emocional. Hice mucho trabajo personal, que no fue fácil, pero que me llevaría a ese 27 de septiembre como una persona preparada para vivir con consciencia ese momento.

Aún así, las hormonas y la difícil situación que estábamos pasando me hacían tambalearme a veces. Daibel estuvo ingresado algo más de dos meses en la unidad de neonatos. Nueve semanas en las que pasó de todo. Hubo momentos preciosos, de verdadero placer, mientras practicábamos el método canguro. Pero también se sucedieron los peores momentos de mi vida hasta el momento -en el futuro cercano se sucederían otros más duros si cabe-. Los primeros días me sentía muy agobiada. Era un agobio que jamás había experimentado. Quienes hemos sido buenas estudiantes –muchas mujeres de mi generación, educadas para ser perfectas, me comprenderán– hemos vivido con mucha ansiedad periodos de exámenes en la universidad o entregas de informes en el trabajo. Este agobio era diferente. Supongo que las hormonas también hacían su parte. Yo sentía que lo que tenía entre manos era muy grande, pesaba mucho, se me escapaba entre los dedos y, a la vez, era muy importante, por lo que no podía permitir que se me cayera. Además, me faltaba experiencia. Nadie piensa de verdad que le va a pasar algo así, por lo que no nos preparamos para ello. De modo que yo no sabía realmente qué era una unidad de neonatos, qué debía hacer yo en ella, qué cuidados especiales requería mi bebé, para qué servían todos esos cables, cómo trabajaban los profesionales que nos acompañaban, cómo debía afrontar la lactancia y el vínculo con mi bebé en esa situación, etc. Yo me había preparado para tener un niño sano. Las preguntas y la incertidumbre se agolpaban en mi cabeza los primeros días, pero pronto encontraría las respuestas.

Siempre he pensado que soy una persona que aprende deprisa y tiene buena memoria. La verdad es que en estos días me lo volví a demostrar, lo que me ayudó mucho a comprender lo que me estaba sucediendo y encontrar mi lugar en ese momento. Pregunté mucho, observé más y me atendieron bien. Para absorber toda esa información hace falta serenidad. Estoy muy orgullosa de haberla tenido, ya que pienso que eso ayudó mucho a Daibel.

Durante ese ingreso aparecieron mis primeras frustraciones sobre mi maternidad. Ciertas situaciones hacían y hacen que sienta mucha rabia porque no puedo cumplir objetivos que me había propuesto y que para mí eran muy importantes.

En primer lugar, pasé mucho miedo cuando nos separaron. Cuando lees lo importante que es para el bebé pasar sus primeros momentos de vida junto a su madre y no lo puedes cumplir, te invade la tristeza, la ira y la impotencia. Lo mismo sucedía cada noche, cuando debía marcharme del hospital sin mi bebé para ir a dormir a casa. Con el tiempo aprendí que hay formas de compensar esas separaciones y me ayudó mucho practicar el método canguro en el hospital y portearle tras el alta, así como vivir nuestros momentos juntos en casa con mucha intensidad y consciencia.

Mi segunda gran frustración vino con la lactancia. Daibel estuvo alimentado con mi leche durante las semanas del ingreso, pero debía extraérmela. Diversas dificultades hicieron que él no se enganchara al pecho y yo me vi incapaz de continuar con las extracciones tras el alta. Me gustaría decir que esto también lo he sanado en mi interior, pero no es así. La frustración y la culpa todavía me atraviesan. Trato de convertirlas en orgullo por haberle dado a mi hijo un montón de gotas de salud extraídas de mi pecho con mucho esfuerzo, pero todavía no lo he conseguido.

De esos días en el hospital me llevo cuatro cosas muy importantes: la labor de autoconocimiento que realicé; el enorme aprendizaje que experimenté en torno a los cuidados de mi hijo; comprobar de forma muy palpable que hemos construido una impresionante red social a nuestro alrededor de familiares y amigos que nos demostraron puro amor; y los momentos de verdadera paz y conexión que viví con Daibel mientras nos abrazábamos piel con piel.

Salí del hospital sintiendo como que ya no era primeriza. El aprendizaje había sido tal, que tenía mucha seguridad en que lo haríamos bien en casa, a pesar de que el estado de salud de Daibel seguía siendo muy delicado, con necesidad de oxigenoterapia, medicaciones varias,  controles constantes de sus niveles de glucosa y un primer diagnóstico demoledor sobre el estado de su cerebro. Aún así, éramos infinitamente felices por tenerle por fin en casa tras esos dos interminables meses.

Si quieres leer la segunda parte de este relato, pincha aquí.

5367 comentarios